Algunos de los desajustes y lagunas que existen entre nuestra
consciencia corporal, nuestra autoimagen y el modo como efectivamente nos
organizamos y organizamos nuestras acciones en el espacio son producto de una
diacronía rítmica. Cuando, al movernos, no conectamos con los ritmos internos
del cuerpo, con el latido del corazón, la respiración, el flujo de nuestros
ríos internos o la pulsación de nuestras células, terminamos creando hábitos
posturales y pautas de movimiento no armónicas que provocan estrés al organismo
y fijan determinados comportamientos, almacenando determinadas emociones que
pueden quedar largo tiempo enquistadas en diferentes lugares del cuerpo. De
este modo el cuerpo se convierte en algo pesado, únicamente material y puede
que hasta sea un estorbo entrometiéndose en nuestra continua actividad mental.
En culturas que mantienen un mayor contacto con los ritmos de la naturaleza
y que han preservado los patrones rítmicos transmitidos a través de la música y
la danza tradicionales para cada actividad, en general, se mantiene una mejor
organización del cuerpo en movimiento. Correr, saltar, danzar, reír, jugar,
cantar… Son actividades naturales del hombre que cumplen una función vital, no
únicamente en la infancia, cuando incluso aquí se realizan con naturalidad,
sino durante toda la vida. Hay, no obstante, una acción todavía más importante
que permite la expresión de los propios ritmos en armonía, la escucha. Es fundamental escuchar, ¡es urgente escuchar! Cuando
escuchamos empieza la música. La meditación y el yoga comienzan con la escucha
del propio ritmo, una escucha atenta en la que la mente encuentra calma y
sosiego. Y luego aparece la danza, la investigación y el juego, sincronizando
nuestros ritmos internos con los del Espacio.