Canción de la buha
Tu
eres luz y día, yo soy sombra que penetra las sombras.
Tu
cantas a las hojas y a las flores que las abejas liban.
Yo
hablo con las estrellas y trazamos mapas para transitar los sueños.
Tu
eres niño, sol, música, palabra y jardín. Yo soy feroz, anciana, puerta y
matriz.
Tu
eres Ser y yo estoy de paso, traigo los murmuros, el retorno y el cambio.
Luces
tu la pluma del pavo real, para mí es el negro dorado del cuervo.
Para
ti los hombres aman y oran,
para
mí quedan el silencio,
la luna
y el
mar.
La mujer traía todos los días un cuenco de
arroz al eremita y a veces flores. Se arrodillaba con profundo respeto y se lo
ofrecía y ambos juntaban las palmas, oraban en el compartir.
En el altar del yogui, su maestro y Jesús
miraban solemnes, maduros más allá de la vida y de la muerte. Krishna, sin
embargo, risueño y con ojos de niño recordaba, inmerso en ella, el gozo de la
vida y la fiesta entre las criaturas. Era una imagen hermosa, a todo color, que
había regalado su abuela al yogui para que siempre tuviera presente la alegría.
Además había algo de la esencia profunda
de su país, de sus gentes y exuberantes paisajes, en la personalidad de
Krishna. Compartía Olimpo con muchas otras divinidades, dioses-animal; diosas
de las aguas, las artes y la guerra; dioses del cielo y el trueno, y hasta
manifestaciones de la energía primordial. No obstante, Krishna era el más
cautivador y, en la Bhagavad Gita, la canción sagrada de la gran India, era él quien
revelaba la suprema divinidad al héroe y todos los secretos del mundo, como un
Prometeo con los poderes de Júpiter y Urano.
Krishna era, sin duda, el favorito del
yogui, aunque en su corazón había un lugar especial para la serenidad del
maestro Jesús y un sincero respeto a los grandes maestros del yoga. En sus
meditaciones, Dios era una innombrable luz que lo bañaba y lo ungía de un
blanco dorado, apartándolo del tiempo. A veces, Jesús le acompañaba en esa
visión y le ofrecía el sagrado corazón como umbral. Krishna, en cambio, flotaba
a su alrededor como el perfume de una flor, cuando ejercitaba su cuerpo, cuando
limpiaba su choza, o cuando paseaba por el bosque cercano. Situándose siempre a
su lado, ligeramente tras él, le susurraba y le contagiaba su sonrisa.
Por las noches el yogui usaba el mantra
como báculo, sus compañeros dormían e imágenes de otros tiempos y ensoñaciones
entraban a borbotón en su espacio sagrado, resultándole difícil orientarse.
Entonces él hacía rebotar y resonar el canto y apartaba distracciones,
palabras, infancia, anhelos y fronteras tales como el hogar y el cuerpo.
Una noche, en aquel espacio bien barrido
por las sílabas, encontró a Krishna sentado en profunda meditación. El rostro
de mármol y el silencio le vestían. “¿Es él, el siempre alegre compañero, el
flautista de los bosques?” Los ojos cerrados del dios miraban muy adentro. Al
acercarse un poco notó su inmensa energía… y era sólo una imagen en su mente…
El yogui se sentó a contemplar su belleza. Tras incontables respiraciones que
reverberaron en el infinito, el yogui sintió una suavidad acariciando el aire:
Sobre un árbol que antes no había advertido, una buha les miraba como una viva
obsidiana. De súbito, retornó un cierto color y organicidad al dios y abrió los
ojos, como inspirando aquella nueva presencia, apenas reparando en el yogui.
La buha cantó y Krishna bailó y se deleitó
para ella. Parecían oírse los latidos del centro de la Tierra. Mas el dios
terreno y amigo era cada vez más sobrenatural. Sobre sus brazos se extendían
galaxias y en lugar de ombligo tenía un vibrante vacío. Allí todo era posible,
el germen de todo giraba y bailaba hermoso como una llama. Como una llama se
sentía también el yogui ante aquella revelación. ¿Acaso era aquéllo la
iluminación? Una íntima oscuridad sin ecos se le abría…
Lenta y suave se posó la buha sobre el
hombro del bailarín y giró su reptiliana cabeza hacia el yogui. Ojos. Sus ojos
llenaban todo su mundo, mundo y ojos fueron el mismo misterio. Volviéndose, con
ademán felino, a mirar al radiante Krishna y así se alejaron los dos, paso a
paso y sin andar, hacia un portal
lejano.
Algo como la carcajada anciana de su
maestro le hizo abrir los ojos y ver la luz que entraba por el ventanuco. Un
significado nuevo se abría en el corazón del yogui. En la entrada de su choza
encontró a la mujer, con arroz, dhal
y flores: “No te has iluminado, porque la luz eres tu”, le dijo, y su voz sonó
a pluma y a astro.
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